Rafael de Paula en el tendido alto del 7, en la corrida de la "Beneficencia" de 2013.
Imagen tomada del blog de Rafa Carlevaris
(A mi hermano Jose, que lo descubrió conmigo
y desde entonces vive con
él)
Le
hicieron saludar confundido entre el calor y el guirigay del tendido
alto del “7”.
Saludó con un sombrero tipo panamá
que sujetaba con su mano derecha, casi no sonreía y tenía su
sempiterna toalla blanca rodeándole el cuello de su camisa
aparentemente blanca. Yo estaba en el “10”
con Paloma, ocupando
los abonos de mi hermano Jose
(¡Qué grande me parecen Las Ventas desde
allí!). No reconocí a Rafael
al principio y eso que un momento antes hablaba a Paloma
a cuento de otras tardes suyas de Beneficencias
esculpidas con emociones. Me enteré después
cuando se lo oí decir a un veterano aficionado caminando por la
primavera de la calle Doctor Esquerdo;
fue un momento antes de encontrarnos con Paquita,
mujer de José Luis Acuña,
acompañada de la hija
de ambos; andábamos buscando una expendeduría de confidencias y de
cervezas frías. Perezoso empezaba a nublarse el cielo madrileño de
cárdeno, como aquel toro de Buendía
al que le hizo un quite interminable la víspera de mi cumpleaños de
1987. El toro le
pertenecía a Ortega Cano
y el arte a Rafael,
aconteció antes de que saliera “Corchero”,
de Benavides. Aquella
tarde otoñal también estaba nublada y llevaba un vestido corinto y
azabache para sustituir a Julio Robles.
Llevé a mi hermano Jose
-un crío- a esperarle a la puerta de cuadrillas. Se bajó de un
viejo y destartalado Dodge Dart
que conducía Eugenio,
su mozo de espadas, le flanqueaba su fiel José
Rivero, “Pepón”. Sonrió
melancólicamente ausente. Y como nunca antes le vi sonreír le dije
premonitoriamente desmadejado a mi hermano chico: “¡Hoy
la arma!”
Saludaba
con la mirada perdida en el infinito a su pasado; no saludaba a su
indolente presente, ni siquiera a su futuro inexistente. Blandía su
sombrero en alto y miraba hacia el Oeste,
donde se adormecen con el sol los Dioses del
Toreo. Nadie pareció adivinarlo, ni siquiera
lo imaginaban y mucho menos lo intuían, pero él
saludaba a su pasado y al nuestro. Su pasado de grandeza humana
íntima y de renuncia torera, de bella esperanza y de miedo
previsible, de rodillas rotas y tartamudeo emocionado. Aquel pasado
de cintura rota y muñeca partida que te dejaban pensativo y
provocaban que las curvas de sus pases fueran infinitas, eternas,
sublimes. De inacabadas caricias eran, de titubeos finales que le
daban a su obra la imperfección del genio. Y se enamoraba toreando.
Uno no puede torear bien si no está enamorado, me decía en La
Jara mirando el vuelo de los pájaros al
atardecer mediterráneo.
Hay
que amar para torear bien y transmitirle al toro tu amor para que él
se convierta en cómplice de tu obra apasionada, inolvidable y
efímera. Luego calló.
Todo
arte es una revelación secreta, una maravilla nueva y desconocida.
Un sobresalto de placenteras sensaciones que saboreas cuando todo ha
pasado y tornas a ser feliz cuando te vuelve a asaltar su recuerdo.
La gente iba a ver torear a Morante
porque alguien les había dicho que torea con arte, que es único,
que es genuino, que es sorprendente… Incluso ellos mismos lo habrán
comprobado una tarde que sintieron por aproximación aquello que un
poeta les contó. Este, para mí, es un descubrimiento del arte por
inducción, que no por revelación milagrosa. La maravilla del arte
es cuando te encuentras con él de sopetón, de bruces y mano a mano
con tu soledad, como si estuvieras ante un abismo de emociones que te
deja indefenso y aturdido. Lo descubres sin mediar formación
intelectual, ni cultural, ni espiritual alguna. Así me parece que
descubrí yo el arte: mediante la revelación de Rafael
de Paula (y V de Alemania). Y aquello me
trastornó, me transfiguró y marcó mi vida ya para siempre. Y no
exagero un ápice. Soy todo lo sincero que puede ser un hombre
ignorante e inseguro dominado por la emoción y el sentimiento del
arte. Yo descubrí todas estas cosas en mi pasado ingenuo. Y Rafael
de Paula, también. Por eso él
saluda siempre a su pasado porque cobija el arte que le hace vivir.
Ese encanto de un pasado asombroso me lo recuerda en numerosas
ocasiones mi hermano, a la sazón un niño conmovido, ahora un hombre
luchador. Y desde entonces nunca podemos evitar sonreír felices
mientras lo vemos pasar volando enamorado.
Miguel
MORENO GONZÁLEZ
Imagen tomada del blog "Salmonetes ya no nos quedan"
1 comentario:
El Arte como espectador.
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