Sé   que   la   corrida   posee   ciertas   sombras   que   ustedes   definen exageradamente restándoles, en mi opinión, credibilidad a sus manifestaciones. Efectivamente, el toreo es también sangre pero no es ni por asomo esa sangre la   que   a   los   aficionados   (especie   en   vías   de   extinción   entre   los   que   me encuentro) nos convoca a la plaza. Puede sonar paradójico si digo que el más convencido defensor del toro es el aficionado. Y digo aficionado y no ciertos taurinos que al socaire del dinero irrumpen en la plaza para montar corridas devaluadas  donde   se   pasan   por   el   arco   del   vil   metal   toda   la   grandeza   que atesora  el  toreo.  En   esas   corridas,   es   verdad   que   el   toro   que   se   lidia   es débil y mueve a compasión por las constantes vejaciones que padece dentro -y fuera,   que   es   peor-   del   redondel   y   que   una   masa   festiva   y   taurinamente ignorante   parece   disfrutar.   Pero   el   aficionado   y   cualquier   persona   con sensibilidad están tan (o más) en contra de esos actos como lo puedan estar ustedes mismos. Los aficionados sencillamente amamos el toreo porque una tarde se nos reveló envuelto entre los pliegues de un capote con aromas celestiales.
El   arte   de  Cúchares,  (Fco.   Arjona   "Cúchares",   Madrid   19-5-1818.   "La gracia, el donaire y la sabiduría tienen solo un nombre: el arte de Cúchares), evidentemente no es nacional. El arte no es patrimonio de ninguna nacionalidad (tan en boga ahora, ¡qué cosas!), si acaso lo será de quien lo percibe en su fibra más sensible. A diferencia de otras artes ésta es efímera y se desliza directa hacia la emoción no necesitando obligadamente de cicerones que nos la descubran.  Su plasticidad ya se encarga de ello. Sólo es cuestión de que la suerte nos favorezca con estar en el lugar y en el momento idóneo. Sobrarán entonces   palabras   y   argumentos   para   definirlo.   Esta   suerte   les   deseo   a ustedes: poder  "sentir"  en lo más íntimo el  "arte de Cúchares",  sin por ello abjurar lo más mínimo del componente cruento que ustedes lógicamente repudian.
Dándoles   respetuoso   su   parte   de   razón,   yo   quiero   reivindicar   la   -al menos- otra parte de razón que nos asiste a los que sentimos el toreo. Tampoco quiero caer en la dicotomía de  toros sí  o  toros  no  y justificarlos con el, entre otros, manido argumento -cierto por otra parte- de los grandes artistas que   buscaron   y   encontraron   la   inspiración   en   este   arte   que   surge   -no   lo olvidemos- después de dominar un fiero animal con ritmo, cadencia, suavidad y sentimiento.   Yo   creo   que   al   final   todo   es   cuestión   de  sensibilidad  y   ya sabemos lo subjetiva y caprichosa que es esta señora.
Es cierto que el toro muere en la plaza, pero: ¿qué sería de él si el toreo   desapareciera?   De   muchos   animales   ya   sólo   se   conservan   las   láminas coloreadas que aparecen en las enciclopedias y las películas. Por contra, año tras año, sigue apareciendo por el toril este morlaco desafiante, orgulloso y digno   y   las   únicas   murmuraciones   que   se   oyen   entonces   en   la   plaza   son   de admiración   y   a   muchos,   además,   nos   arrancan   lágrimas   emocionadas   cuando colaboran a inmortalizarse hermosamente en nuestra memoria, así somos felices también cuando nos asalta su recuerdo. ¿Se les da hoy al resto de los animales esta bella posibilidad?
Se atribuye a Rafael "El Gallo", el divino calvo, la frase: "El toreo es tener un sentimiento y decirlo". Cada tarde nos dirigimos a la plaza con la secreta  ilusión  de  que  nos  conmueva  ese  sentimiento.  Y  eso,  créanme,  es  al final la única razón que nos asiste a los aficionados. Y la llevamos tan en secreto que ni defenderla sabemos.
Miguel Moreno González
 

 
 
































































 
 
